Haruki Murakami (Baila, Baila, Baila (Fragmento))
Había
una mujer que de vez en cuando se quedaba a dormir en mi apartamento. Luego
desayunábamos juntos, y ella se iba al trabajo. Tampoco ella tiene nombre, pero
sólo porque no es un personaje de esta historia. Aparece brevemente y
desaparece enseguida. Por eso no le pongo nombre, para no liar las cosas. Pero
que nadie piense que me la tomo a la ligera. La apreciaba mucho, y la sigo
apreciando ahora que ya no está.
Éramos
amigos, por así decirlo. Era, al menos, la única persona con la que podía decir
que me unía cierta amistad. Tenía un novio formal, que no era yo. Trabajaba en
una compañía de teléfonos, preparando las facturas con el ordenador. Ni yo le
pregunté sobre su trabajo ni ella me contó demasiado, pero creo que era eso.
Calcular el montante de las facturas telefónicas de otras personas, preparar
los recibos, algo por el estilo. Por eso todos los meses, al ver en el buzón el
recibo del teléfono, me daba la impresión de estar recibiendo una carta
personal.
Además
se acostaba conmigo. Dos o tres veces al mes, más o menos. Pensaba que yo había
caído de la luna o de algún lugar semejante. “¿Aún no te has vuelto a la luna?”
me pregunta entre risas. Estamos en la cama, desnudos, nuestros cuerpos muy
juntos, sus pechos contra mi costado. Así pasamos muchas noches, charlando
hasta el amanecer. El ruido de la autopista no cesa ni un momento. En la radio
suena monótona una canción de los Human League. Human League. ¡Qué nombre tan
absurdo! ¿Por qué usarán un nombre tan sin sentido? Antes la gente era mucho
más moderada a la hora de ponerle nombre a un grupo. Imperials, Supremes,
Flamingos, Falcons, Impressions, Doors, Four Seasons, Beach Boys.
Ella
ríe cuando me oye decir estas cosas. Y luego dice que soy un tipo raro, distinto.
En qué soy distinto, eso es algo que desconozco. Yo creo que soy una persona
tremendamente normal con una forma de pensar tremendamente normal. Human
League.
“Me
gusta estar contigo”, me dice. “A veces me vienen unas ganas tremendas de estar
contigo. En el trabajo, por ejemplo.”
“Aha”
“A
veces”, dice ella marcando las palabras. Y luego deja pasar unos treinta
segundos. La canción de los Human League ha terminado, y ahora suena algo de un
grupo que no conozco. “Ese es tu problema”, continúa. “Me encanta estar así los
dos juntos, pero no se me ocurriría pasar todo el día contigo, de la mañana a
la noche. ¿Por qué será?”
“Ni
idea.”
“No
es que esté incómoda contigo. Es sólo que, cuando estamos juntos, a veces me da
la impresión de que el aire se vuelve increíblemente liviano. Como si
estuviéramos en la luna.”
“Este
es un pequeño paso para el hombre...”
“No
estoy bromeando”, me contesta incorporándose en la cama y mirándome de frente.
“Lo digo por tu bien. ¿Hay alguna otra persona que te diga estas cosas? ¿Qué me
dices? ¿Acaso tienes a alguien?”
“A
nadie”, le digo sinceramente. Absolutamente a nadie.
Vuelve
a tumbarse, apoyando sus pechos en mi costado. La palma de mi mano le acaricia
suavemente la espalda.
“Pues
eso. Cuando estoy contigo, hay veces que el aire se hace muy liviano, como en
la luna.”
“El
aire de la luna no es liviano” le apunto. “En la superficie de la luna no hay
absolutamente nada de aire. Por eso...”
“Es
liviano”, susurra ella. No sé si ha ignorado mis palabras o si no las ha oído
en absoluto. Pero oírla hablar en voz baja me pone nervioso. No sé por qué,
pero hay algo en su susurro que me inquieta. “Increíblemente liviano, a veces.
Es como si tú y yo respiráramos aires totalmente distintos. Lo sé.”
“Faltan
datos” le digo.
“¿Quieres
decir que no sé nada sobre ti?”
“Tampoco
yo sé demasiado de mí mismo” contesto. “Lo digo en serio, no es que trate de
filosofar. Es más real que todo eso. Faltan datos así, en general.”
“Pues
ya eres mayorcito. ¿Qué edad tienes? ¿Treinta y tres?” Ella tiene veintiséis.
“Treinta
y cuatro”, la corrijo. “Treinta y cuatro años y dos meses.”
Ella
mueve la cabeza. Luego se levanta de la cama, se acerca a la ventana y abre la
cortina. Se ha puesto mi pijama.
“Vuélvete
a la luna”, me dice mientras la señala con el dedo.
“¿No
hace frío?”, le pregunto.
“¿Quieres
decir en la luna?”
“No,
estoy hablando de ti”, contesto. Estamos en Febrero. Junto a la ventana, su
respiración se ha vuelto blanca, pero sólo al oír mis palabras parece tomar consciencia
de ello.
Se
apresura a volver a la cama. La abrazo, y noto el frío del pijama. Aprieta su
nariz contra mi cuello. Está helada. “Te quiero”, me dice.
Quiero
decir algo, pero no me salen las palabras. Ella me gusta mucho. El tiempo se
pasa volando cuando estamos los dos así, en la cama. Me gusta dar calor a su
cuerpo y acariciar su pelo. Escuchar el leve sonido de su respiración al
dormir, llevarla al trabajo por la mañana, recibir la factura de teléfono que
ella ha calculado (o eso quiero creer), verla con mi pijama puesto, que le
queda grande. Pero no puedo expresarlo con palabras cuando llega el momento. No
estoy enamorado de ella, pero tampoco vale decir simplemente que me gusta.
¿Qué
se supone que debo decir?
El
caso es que no soy capaz de decir nada. No se me aparecen las palabras
necesarias. Sé que mi silencio la hiere. Ella no quiere que me dé cuenta, pero
lo siento. Lo siento mientras acaricio la suave piel de su espalda sobre la
espina dorsal. Muy claramente. Nos abrazamos en silencio durante unos
instantes, escuchando una canción de título desconocido. Su mano está apoyada
en mi vientre.
“Cásate
con una mujer de la luna y crea con ella una estupenda familia de lunáticos”,
me dice con dulzura. “Es lo mejor que puedes hacer.”
Sin
dejar de abrazarla, observo la luna por encima de su hombro, a través de la
ventana abierta. De vez en cuando atraviesan la autopista enormes camiones
cargados de algo muy pesado y levantando un estruendo lleno de malos presagios,
como un iceberg que comienza a derrumbarse. Me pregunto cuál será su carga.
“¿Qué
tienes para desayunar?” me pregunta.
“Nada
fuera de lo normal. Lo de siempre. Jamón, huevos, tostadas, la ensalada de
patata que me hice ayer, y café. Si quieres, te lo preparo con leche caliente”
contesto.
“Estupendo”,
me dice con una sonrisa. “¿Por qué no preparas unos huevos con jamón, y me
sirves el café con tostadas?”
“Ningún
problema” le aseguro.
“¿Sabes
qué es lo que más me gusta del mundo?”
“Francamente,
no tengo ni idea.”
“Lo
que más me gusta”, me dice mirándome a los ojos, “es estar en la cama una fría
mañana de invierno, sin ninguna gana de levantarme. Y entonces oler el aroma
del café, y oír el sonido de los huevos con jamón al freírse, y el crujir de
las tostadas cuando las cortan, y saltar de la cama sin poderme contener.”
“Pues
vamos a verlo”, le digo riendo.
No
soy un tipo raro.
Eso
creo, de verdad.
No
voy a decir que sea el prototipo de la persona corriente, pero no soy raro. A
mi manera, soy un ser humano absolutamente normal. Soy, necesariamente, todo lo
normal que se pueda ser. Y esto es tan obvio, que lo que piensen los demás no
me preocupa lo más mínimo. No es mi problema; en todo caso, será su problema.
Hay quienes me tienen por más imbécil de lo
que soy. Otros, en cambio, me creen excesivamente calculador. Pero eso me da
igual. Además, ese “más de lo que soy” es sólo una forma de expresar una
comparación con la imagen que tengo de mí mismo. Los demás me pueden ver
imbécil o calculador, pero ése es un problema que no me preocupa. No hay
malentendidos en el mundo, sólo diferentes formas de pensar. Y esta es mi forma
de pensar.
Pero
también hay personas que pueden extraer la normalidad que hay en mí. Son muy escasas,
pero existen. Ellos/as y yo nos atraemos mutuamente de una forma completamente
natural, como dos planetas flotando en el espacio oscuro del universo, y luego
nos separamos. Aparecen en mi vida, se relacionan conmigo, y un buen día
desaparecen. Son mis amigos, mis amantes, mi esposa incluso. A veces acabamos
enfrentados. Pero siempre, en todos los casos, acaban yéndose. Se rinden, o
pierden las esperanzas, o caen en el silencio (no sale nada del grifo, por
muchas vueltas que le den), y finalmente desaparecen. Tengo una habitación con
dos puertas. Una de entrada, otra de salida. Las dos no son compatibles. No se
puede salir por la entrada, ni entrar por la salida. Esas son las reglas. La
gente entra por la entrada, y sale por la salida. Hay muchas formas de entrar y
muchas formas de salir. Pero lo que no cambia es que todos acaban saliendo.
Unos se fueron en busca de nuevas posibilidades, otros por ahorrar tiempo.
Otros murieron. No ha quedado nadie. No hay nadie en la habitación, sólo yo.
Tengo siempre muy presente su ausencia. La de quienes se fueron. Las palabras
que dijeron, los alientos que exhalaron, las canciones que tararearon... Todo
lo veo flotando como un polvillo por las esquinas de la habitación.
Probablemente,
la imagen que ellos vieron de mí se acercaba bastante a la realidad. Por eso se
me aproximaron, y por eso también se fueron. Ellos reconocieron la normalidad
que hay en mí, y mis sinceros esfuerzos por conservarla. Me hablaron y me
abrieron su corazón. Casi todos se portaron bien conmigo. Pero no había nada
que yo pudiera darles, y si algo les di no fue suficiente. Siempre me esforcé
por darles todo lo posible. Hice todo lo que pude. Y también buscaba algo en
ellos. Pero al final no resultó. Y se fueron.
Es
duro, por supuesto.
Pero
más duro aún es el hecho de que salieran de la habitación mucho más tristes que
cuando entraron. Salían con una parte de sí mismos erosionada. Yo me daba
cuenta de ello. Es curioso, pero ellos parecían estar mucho más erosionados que
yo. ¿Por qué será? ¿Por qué siempre quedo yo? ¿Y por qué queda siempre en mis
manos la sombra de alguien erosionado? ¿Por qué? No lo sé.
Faltan
datos.
Por
eso nunca obtengo la solución.
Hay
algo que falta.
Un
día, al volver de una reunión de trabajo, encontré una postal en el buzón. Era
una foto de un astronauta caminando por la superficie de la luna. No había
remite, pero al primer vistazo supe quién me la enviaba.
“Será
mejor que no volvamos a vernos”, había escrito. “Pronto me casaré con un
terrícola.”
Escuché
el sonido de la puerta al cerrarse.
Datos
insuficientes. No hay solución. Pulse Borrar.
Pantalla
en blanco.
Me
pregunto cuánto tiempo más van a continuar así las cosas. Tengo ya treinta y
cuatro años. ¿Hasta cuándo?
No
estaba triste. Al fin y al cabo, estaba claro que yo era el único responsable.
Era natural que ella se alejara de mí, y lo sabía desde el principio. Los dos
lo sabíamos. Pero perseguíamos un modesto milagro, una oportunidad de cambiar
las cosas en lo fundamental. Pero esa oportunidad no se presentó, claro. Y ella
salió. Cuando se fue me sentí solo, pero era una soledad que ya había
experimentado antes. Sabía que acabaría superándola.
Ya
estoy acostumbrado.
Pensar
estas cosas me hace sentir mal. Siento surgir en mis entrañas un líquido negro
que pugna por subir hasta la garganta. Me pongo delante del espejo del cuarto
de baño. Este soy yo. Sí, ése eres tú. También tú estás gastado, mucho más de
lo que crees. Me veo la cara más sucia y envejecida que nunca. Me lavo la cara
meticulosamente con jabón, y me doy unas friegas con la loción. Luego me lavo
las manos, y me seco bien con una toalla nueva. Voy a la cocina y ordeno los
contenidos del frigorífico mientras bebo una lata de cerveza. Tiro los tomates
echados a perder, alineo las cervezas, cambio de sitio las fiambreras, hago la
lista de la compra.
Al
amanecer estoy solo, y mientras miro distraídamente la luna me pregunto hasta
cuándo seguirá esto. Seguramente encontraré a otra mujer dentro de poco. Y nos
atraeremos de forma natural, como dos planetas. Y esperaremos inútilmente un
milagro, malgastando el tiempo, erosionando nuestros corazones. Hasta que nos
separemos.
¿Hasta
cuándo?