Robert Lowell (4 Poemas)





Si tuviera un sueño sobre el infierno

(Fragmentos)



¿Me ayudarán ustedes a entender
lo que no tiene arreglo ni remedio,
en esta temporada de escritura poética
y de alivio
para mi depresión, que pasaremos juntos?

*

Durante mucho tiempo, empapado,
y a menudo tocando fondo
por el gran mar verde de los semáforos
que autorizaban nuestra navegación
encontré que mi fatiga era la luz del mundo.

*

Ciudad para matar, ciudad americana.

*

Tus libros son hileras de trajes vaciados.

*

Esa capacidad de corromper
que la poesía tiene, es la más genuina
voluntad de la voz, nunca perdida,
más llena de fantasmas, la voz que sobrevive
de forzar resistencias, descontrolada por la inspiración.
Desde tres adjetivos a un objeto
hay un salto imposible.

*

Nos obsesionamos tanto con la escritura.
Al fin lo conseguimos y así nos fue con ella.
¿Te despiertas acaso como yo, tan perplejo
encontrando los anteojos olvidados
dentro de uno de los zapatos?

*

Mis reseñas virginales eran en su momento
el equivalente verbal de los asesinatos.
Ahora son un montón chiquito,
compacto, tan viejo como yo.
Ellas se desintegran amarillas
y sus páginas rígidas
se hacen añicos como las hojas secas
escapando del árbol que les diera vida.
Estoy sin un amigo:
Veo de vez en cuando, en la noche cerrada,
brillar los faros de algún auto suicida
por la autopista y luego diluirse.
Mi vacío fantasmal ahora se me llena
con todos mis amigos agraviados
como tristes moscas familiares.

*

¿Acaso no es hipócrita pretender dar respuesta
a lo que no hemos sido capaces de escuchar?

*

Aunque escribo mis versos por la noche
soy muy poco sincero en mi discurso.

*

¿Merezco alguna consideración
por no haber intentado suicidarme?
Quizá lo que temía es que esa peregrina
decisión resultase fallida
sin darme cuenta de que practicando
es como se corrigen los errores.
¿Y del infierno, qué?

*

Si tuviera un sueño sobre el infierno
en esa pesadilla
me encontraría a mí mismo
embalando mi casa para mudarme,
con todos los demonios preguntando
eternamente impertinencias varias.

*

Lo que en realidad hice no fue mucho,
entonces, como ahora, fue muy poco.
Del fuego del infierno, en cambio,
no puedo apagar un simple fósforo.

*

Estoy ciego de ver.

*

Adiós, adiós a nada. Doy gracias,
muchas gracias.


Visitantes

Sin ningún buen propósito
cruzan corriendo por mi dormitorio
dos líneas negras, largas, verticales,
que muy rápidamente se convierten en cuatro:
se trata de los chóferes
de la ambulancia, con su uniforme azul,
o quizá policías haciendo doble turno.
Registran nuestro cuarto, desordenado e íntimo,
escrutan mis cuadernos de trabajo,
a los que mis continuas correcciones
han tornado ilegibles,
y los desechan en ese recorrido
por nuestra habitación, como si fuesen
dueños de nuestro dormitorio.
Eso es lo que ellos hacen.
Me atosigan primero y después se dispersan...
¿Inspeccionan, quizá, buscando pruebas,
mi esparcida ropa por el suelo?
Están ellos más gordos
de lo que sus deberes les exige...
Con cortesía burlona ellos se ríen
de todo cuanto digo:
" Ayer tenía yo treinta y dos años,
una amenaza para la autoridad
al ser todavía joven." La aburrida sargenta
se entretiene mirando al samurai risueño
de colmillos de tigre,
que muestra la pintura japonesa colgada
de la pared del cuarto... "¿Cuánto costará esto?
¿Dónde podría yo conseguir otra?"

Si la luna ilumina la oscuridad, yo puedo
ver a través de ella...,
ver una hermosa plaza londinense en donde
uniformadas vacas negras mugen,
rumian con la rutina de las motosierras...
Mis visitantes son una buena carne
de res para banquetes,
hacen que falsamente uno perciba
que está la tierra bien fundamentada,
mientras secretamente se dan prisa
a telefonear desde sus ambulancias.
Click, click, click, hacen las luces
azules, blancas, rojas, mientras brillan
con una negligencia aristocrática...
¡Cuantísimo trabajo!
Cuando a mi habitación vuelven todos juntos,
estoy seguro de que su mirada
no se ha apartado ni por un segundo
de sus propios relojes.
"Con cuidado, señor, más despacio, señor."
"Señor, el doctor Brown
estará aquí dentro de diez minutos."
Mas en lugar de eso
una silla metálica se despliega en camilla.
Estoy tumbado en ella y bien atado,
pero no así mi mente que va de idea a idea.
Ellos siguen moviéndose.
"En el sitio al que vamos, Profesor, a llevarle
no va a necesitar ninguna obra de Dante."
¿Qué necesitaré entonces en tal sitio?
¿Son quizá las esposas ese ruido
que escucho en sus bolsillos?

Sigo con atención el modo del traslado,
rígido, incluso agradecido, pero sin sentimientos.
¿Por qué ha enmudecido mi charlatana lengua,
tan amiga de bromas?
Alguien debe pagar por alienarme
y mañana será peor que ahora,
el cielo y el infierno me parecen lo mismo...
Debo esperar premonitoriamente,
sin sacar beneficios de este drama...,
suponiendo, lo mismo antes que ahora,
que esto no me ha ocurrido...
Es mi porción de eternidad pequeña.

Afeitándome



Al afeitarme veo, en toda su extensión,

sólo por esta vez, mi cara en el espejo.
La miro de reojo como si se tratase
de un problema de carpintería...
Aunque la encuentro un poco más delgada,
es la cara de siempre,
con ojos acechantes al ritmo de mi mano..

Nunca tienen los días las suficientes horas...
Según estoy tumbado, confinado, anhelante,
monomaniaco,
celoso incluso de la intrusión más mínima
(me resulta imposible rechazar
la diminuta espina de algún cardo).
Incapaz de imitar la manera espontánea
con que exigen los niños sus respuestas.

Tan inflamable es para mí una piedra
como una cerilla de cartón.

La marea doméstica ha cesado;
y, tú también, inclinas la cabeza
sobre lo que has escrito
y corriges, a veces disgustado,
con cara inexpresiva, como los girasoles.

Tenemos suerte
de haber podido juntos realizar tantas cosas.



Hombre, Esposa



Domados por las pastillas yacíamos en el lecho de mamá; la pintura guerrera del sol naciente nos teñía de rojo; 
en la amplia luz matutina los dorados tubos de la cama brillaban,

abandonados, casi dionisíacos.

Por lo menos los árboles son verdes en la calle Marlborough,
los capullos en nuestras magnolias encienden
las mañanas con sus mortíferos cinco días de blancura.
Toda la noche sostuve tu mano,
como si hubieras
enfrentado por cuarta vez el reino de la locura - 
su sólita locura, su ojo homicida -
y me arrastraste vivo a casa… Oh, mi pequeña,
la más limpia de todas las criaturas de Dios, toda aire y nervio aun:
tenías veinte años y yo,
cierta vez vaso en mano
y corazón en la boca,
emborraché a los rabinos en el calor
de Greenwich Village, desfalleciendo a tus pies - 
demasiado borracho y tímido
y de rostro inmutable como para dar un paso,
mientras que el agudo brío
de tu invectiva arrasaba el tradicional Sur.

Ahora, doce años más tarde, das la espalda.

Insomne, aprietas la almohada

contra tu vientre, como un niño;
tu anticuada perorata -
amorosa, rápida, despiadada -
rompe en mi cabeza como el Océano Atlántico.




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