Hector Abad Faciolince (Tratado de Culinaria para Mujeres Tristes (Fragmento))



Nadie conoce las recetas de la dicha. A la hora desdichada vanos serán los más elaborados cocidos del contento. Incluso si en algunas la tristeza es motor del apetito, no conviene en los días de congoja atiborrarse de alimento. No se asimila y cría grasa la comida en la desdicha. Los brebajes más sanos desprenden su ponzoña cuando son apurados por mujer afligida.

Sana costumbre es el ayuno en los días de desgracia. Sin embargo, en mi largo ejercicio con frutos y verduras, con hierbas y raíces, con músculos y vísceras de las variadas bestias silvestres y domésticas, he hallado en ocasiones caminos de consuelo. Son cocimientos simples y de muy poco riesgo. Tómalos, sin embargo, con cautela: los mejores remedios son veneno en algunas. Pero haz la prueba, intenta. No es bueno que acaricies, pasiva, tu desdicha. La tristeza constipa.

Busca el purgante de las lágrimas, no huyas del sudor, tras el ayuno prueba mis recetas. Mi fórmula es confusa. He hallado que en mi arte pocas reglas se cumplen. Desconfía de mí, no cocines mis pócimas si te asalta la sombra de una duda. Pero lee este intento falaz de hechicería: el conjuro, sí sirve, no es más que su sonido: lo que cura es el aire que exhalan las palabras.

En las tardes de lluvia menuda y persistente, si el amado está lejos y agobia el peso invisible de su ausencia, cortarás de tu huerto veintiocho hojas nuevas de hierba toronjil y las pondrás al fuego en un litro de agua para hacer infusión. En cuanto hierva el agua deja que el vapor moje las yemas de tus dedos y gírala tres veces con cuchara de palo. Bájala del fuego y deja que repose dos minutos. No le pongas azúcar, bébela sorbo a sorbo de espaldas a la tarde en una taza blanca. Si al promediar el litro no notas cierto alivio detrás del esternón, caliéntala de nuevo y échale dos cucharadas de panela rallada. Si al terminar la tarde el agobio persiste, puedes estar segura de que él no volverá. O volverá otra tarde y muy cambiado ya.

Haces volteretas con el cuerpo y la imaginación para evadir la tristeza. ¿Pero quién te ha dicho que se prohíbe estar triste? En realidad, muchas veces, no hay nada más sensato que estar tristes; a diario pasan cosas a los otros, a nosotros, que no tienen remedio, o mejor dicho, que tienen ese único y antiguo remedio de sentirnos tristes.

No dejes que te receten alegría, como quien ordena una temporada de antibióticos o cucharadas de agua de mar a estómago vacío. Si dejas que te traten tu tristeza como una perversión, o en el mejor de los casos como una enfermedad, estás perdida: además de estar triste te sentirás culpable. Y no tienes la culpa de estar triste. ¿No es normal sentir dolor cuando te cortas? ¿No arde la piel si te dan un latigazo? Pues así el mundo, la vaga sucesión de los hechos que acontecen (o de los que no pasan) crean un fondo de melancolía. Ya lo decía el poeta Leopardi: “como el aire llena los espacios entre los objetos, así la melancolía llena los intervalos entre un gozo y otro”.

Vive tu tristeza, pálpala, deshójala entre tus ojos, mójala con lágrimas, envuélvela en gritos o en silencio, cópiala en cuadernos, apúntala en tu cuerpo, apúntala en los poros de tu piel. Pues sólo si no te defiendes huirá, a ratos, a otro sitio que no sea el centro de tu dolor íntimo.

Y para degustar tu tristeza he de recomendarte también un plato melancólico: coliflor en nieblas. Se trata de cocer esa flor blanca y triste y consistente, en vapor de agua. Despacio, con ese olor que tiene el mismo aliento que desprende la boca en los lamentos, se va cociendo hasta ablandarse. Y envuelta en niebla, en su vapor humeante, ponle aceite de oliva y ajo y algo de pimienta y sálala con lágrimas que sean tuyas. Y paladéala despacio, mordiéndola del tenedor, y llora más y llora todavía, que al final esa flor se irá chupando tu melancolía sin dejarte seca, sin dejarte tranquila, sin robarte tu tristeza, pero con la sensación de haber compartido esa flor  inmarchitable, con esa flor absurda, prehistórica, con esa flor que los novios jamás piden en las floristerías, con esa flor de col que nadie pone en los floreros, con esa anomalía, con esa tristeza florecida, tu misma tristeza de coliflor, de planta triste y melancólica.

El peso de los años, como una piedra antigua, un día caerá del insondable tiempo hasta tus pies. Siéntate si estás echada; levántate si estás sentada y corre a un arroyo de aguas (si las encuentras) puras y transparentes. Inclínate y bebe en la cuenca de tu mano hasta sentir, irrefrenable, la invertida sed del vómito. No manches el arroyo, enjuágate la cara sin ensuciar su cauce. Regresa a tu casa y ayuna hasta el alba siguiente. Sin recobrar la juventud, serás más joven.

"Si quieres que otros labios te sean generosos, abre también los tuyos".

Pocas mujeres desconocen el arte de los ojos: la mirada. O lo aprenden mirando o ya nacen con él del vientre de sus madres. Para la brillantez de la mirada he de darte una receta de probable eficacia y de improbable daño. Consiste en enjuagarte los ojos con una solución de dos pizcas de sal por litro de agua hervida. Ya sé que algo tan simple no te sonará mágico. La sencillez inspira desconfianza; es esta la razón por la que brujos, curanderos y médicos viven inventando palabras y con juros bastante altisonantes: nadie cree en lo simple. Lávate pues los ojos con lo dicho, y mientras te los lavas pronuncia esta plegaria de misterioso embrujo: Inocuo antojo, inicuo abrojo, dame la luz del ojo!
Más nítidos tendrás los colores del iris, más transparente córnea, más libres las pestañas, más blanco el blanco que enmarca el más brillante prisma de tu cristalino. Y alumbrará tanto tu mirada que los que alcancen a vislumbrar por un momento tus pupilas no podrán más que parpadear de asombro.

Si algún día te enfermas de palabras, como a todos nos pasa, y estás harta de oírlas, de decirlas. Si cualquiera que eliges te parece gastada, sin brillo, minusválida. Si sientes náusea cuando oyes “horrible” o “divino” para cualquier asunto, no te curarás, por supuesto, con una sopa de letras. Has de hacer lo siguiente: cocinarás al dente un plato de espaguetis que vas a aderezar con el guiso más simple: ajo, aceite y ají. Sobre la pasta ya revuelta con la mezcla anterior, rallarás un estrato de queso parmesano. Al lado derecho del plato hondo colmo de espaguetis con lo dicho, pondrás un libro abierto. Al lado izquierdo, pondrás un libro abierto. Al frente un vaso lleno de vino tinto seco. Cualquier otra compañía no es recomendable. Pasarás al azar, las páginas de uno
y otro libro, pero ambos han de ser de poesía. Sólo los buenos poetas nos curan la llenura de palabras. Sólo la comida simple y esencial nos cura los hartazgos de la gula.

Que no te aprese la mezquina costumbre del sollozo y cúrate de esto con porciones de arroz blanco. Te bastará una taza. Enjuágalo tres veces hasta que su agua lechosa se vuelva tenue y suave como seno de nodriza. Pon el doble de agua y una pizca de sal. Cuando haya hervido el agua revuélvela una vez. Ponle a la olla tapa y baja el fuego. Diez minutos después apaga el fuego sin destapar la olla. Espera un cuarto de hora con el arroz tapado. Luego podrás comer. Si tienes una yema muy fresca de pato o de gallina, la puedes revolver con tu plato de arroz. El color de la yema en el arroz ahuyenta los sollozos y suprime el llanto. Si mucho, algo después, te quedará el rescoldo intermitente, casi jocoso, involuntario, del hipo.

La única noche, dijo alguien, es la del desvelo, la noche pasada en blanco. No se guarda memoria de las noches dormidas. Así el amor: el más inolvidable es el que nunca fue. Como para el insomnio, también para el olvido hay jarabes y menjurjes. Pero ambos son remedios sin discernimiento. Los unos te dormirán tanto (sin sueños y sin sueño), que será como morir. Con los otros no olvidarás, si los tomas, lo que quieres olvidar: lo olvidarás todo, augusto o disgustoso que haya sido.

No te revelo, pues, mis brebajes para el sueño y el olvido. Poseen el mismo efecto que tiene la cicuta.

Es conveniente, sin embargo, para la economía de la cosa pública, que dejes los remedios a quienes los requieren. Cuando estés sana y goces de un amor correspondido, come alimentos crudos: muerde la manzana, bebe jugos de frutas, pon entre dos estratos de jugosas peras un trozo de queso seco. El queso con las peras alimenta el amor afortunado. Pero no comas queso con pera cuando estés en busca del amor. El queso con las peras no brinda la necesaria paz de los sentidos que atrae a los amantes. Los hombres desconfían de cualquier mujer que se muestre muy ansiosa por trabar relaciones. Les atrae mucho, en cambio, cierta alegre y atenta indiferencia.

Pon atención a los hombres que te gusten, que te atraigan, pero no demasiada. Finge que te distraes, que te ocupas de otros, que él es uno más, igual entre los iguales. Espera a que él empiece a exhibir su interés, sin que antes tu sonrisa parezca para él mucho más amplia que para los otros.



Jamás, salvo después del tercer aniversario de su entierro, intentarás imitar las recetas de tu suegra. Con ella en vida sería grave error, pues tu marido dirá que no es igual, que falta o sobra sal, que la sazón no está en su punto, que falla la textura o el color es diferente. Además su madre, si está viva, se sentirá aún más desplazada.

Pero cuando fallezca la suegra y su recuerdo esté también desfalleciendo, cuando pasen los meses y su tumba ya pocos se acuerden de adornar con flores, será una sorpresa bienvenida revivir sus sabores. Saldrá igual la receta, ni sosa ni pasada de sal, bien sazonada, la textura en su punto, idéntico el color. Y en vez de desplazarla, habrás resucitado lo mejor de ella.

Si estás nerviosa, aún sirve la vieja manzanilla, mas no debes cortarla con limón ni con dulce. No funciona si lo que te preocupa es más fuerte que tú. Y si es así, conviene estar nerviosa.



¿Pero es quizás un mal la soltería? No dejes que te agobien las casamenteras, no dejes que te ronden las falsas celestinas. Unas hay que se casan a la fuerza y son felices; otras que van sonrientes al rito de la boda sin siquiera pensar que andan hacia el patíbulo. ¿No podrán ser felices las que a la fuerza se queden solteronas por carencia de ofertas? Quizás entre las lágrimas te estés ganando un cielo aquí en la tierra. Eso de maridarse es una lotería. Los más apuestos jóvenes se vuelven barrigones poco antes del tercer aniversario. Dictadores ociosos, tiranos insaciables, indiferentes lelos que leen el periódico y ven televisión. Los príncipes azules son escasos de veras.

No cojas, eso sí, los vicios más funestos de la soltería. Deja de ser chismosa. Rechaza todo rastro de amargura. No seas vengativa con los que viven en parejas nefastas, no escarbes sus heridas con tus desapacibles comentarios. Desecha las manías, mantén la mente abierta. Goza tu libertad sin refregarla en la cara a los esclavos.

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