Henry Miller (Sexus (Fragmento))

ESTE JUDÍO NEOYORKINO nacido en 1891 se formó en la dura escuela de la calle e hizo de Brooklyn el primer escenario de su errancia, rebeldía educativa, trabajos ocasionales, incluso la sastrería de su padre, apertura de una taberna clandestina y viaje a Europa. Allí en Francia, en 1931, comienza a escribir Trópico de cáncer. Una revolución en la promesa, húmeda e incandescente, donde la brutalidad estremece en sus arpegios, tan líricos como crudos.

Después, en 1939, Trópico de Capricornio, sigue explorando esa veta, y lo lleva a recibir cartas de admiradores como Lawrence Durrell (El Cuarteto de Alejandría)que lo consideran "la única obra de talla verdaderamente humana de la que este siglo puede vanagloriarse". La estadía en Grecia con este nuevo amigo daría pie a El coloso Masurí, Un bello libro de viajes. Pero otra vertiente de Miller, su feroz y descarnada crítica de la sociedad norteamericana, lo erige en gurú atrayente para la generación hippie. La película que recordó su relación con Anais Nin fijó aún más su fama. Pero ella tiene una base real en la prosa desatada de estas dos obras fulgurantes. Los Trópicos. Y otros como Sexus y Nexus. El fragmento incluido forma parte de la amplia antología de su obra titulada Genio y lujuria, Barcelona, Grijalbo, 1979.



SEXUS (fragmento)

Permanecimos sentados de este modo durante algunos minutos, sin que ninguno de los dos atreviese a alzar la mirada. Oí un respingo y, al levantar los ojos, vi su rostro temblando de dolor. Estiró los brazos sobre la mesa y, sollozando y lloriqueando, agachó la cabeza, apretando la cara contra la mesa. La había visto llorar muchas veces pero aquel era el tipo de rendición más horrible e irresistible. Me enervaba. Fui hasta su lado y le coloqué la mano en el hombro. Intenté decir algo, pero las palabras se me atragantaron en la garganta. No sabiendo qué hacer, le froté el cabello con la mano, acariciándoselo tristemente, distante, como si se tratara de la cabeza de un extraño animal herido que me hubiese encontrado en la oscuridad.

"Vamos, vamos, -logré balbucear-, esto no servirá de nada".

Sus sollozos redoblaron. Supe que había dicho lo que no debía. No había podido evitarlo. Hiciera lo que hiciese -incluso si se suicidaba- yo no podía cambiar la situación. Esperaba las lágrimas. Y también casi había esperado que yo hiciese aquello: acariciarle el cabello mientras sollozaba y decir lo que no debía. Mi mente tenía una idea fija. Si acababa con aquello y se iba a la cama, yo podría volver a sentarme y terminar la carta. Podía añadir una posdata referente a cauterizar la herida. Podía decir con una mezcla de honrada alegría y aflicción: "Se ha terminado".

Eso es lo que cruzaba por mi mente mientras la acariciaba el cabello. Nunca me había sentido tan lejos de ella. Sentía los temblorosos estremecimientos de su cuerpo, pero también sentía gozo pensando lo tranquila que estaría cuando llevase una semana sin mí. "Te sentirás como una nueva mujer -me dije-. Aunque ahora tengas que soportar toda esta angustia, es lógico y natural, evidentemente, y no te hecho las culpas, pero, ¡termina de una vez!" Debí darle un tirón para puntuar mi pensamiento, porque en ese mismo momento se sentó rígida y, mirándome con ojos llorosos, desolados e indómitos, me rodeó con los brazos y me atrajo en un abrazo frenético y sensiblero. " ¿No vas a dejarme enseguida, verdad? -sollozó, besándome con labios hambrientos y salados-. Rodéame con tus brazos, por favor. Apriétame fuerte. ¡Cielos, me siento tan perdida!" Me besaba con una pasión que hasta entonces no había visto en ella. Ponía en ello el cuerpo y el alma, y toda la tristeza que se interponía entre nosotros. Pasé las manos bajo sus brazos y la levanté suavemente hasta ponerla de pie. Estábamos tan próximos como podrían estarlo dos amantes, oscilando como sólo puede oscilar el animal humano cuando se entrega totalmente a otro. Se le abrió el quimono y debajo iba desnuda. Deslicé la mano por su espalda abajo, sobre sus nalgas rellenas, hundí los dedos dentro de la gran raja, apretándola contra mí, chupándole los labios, mordisqueándole los lóbulos de las orejas, el cuello, lamiéndole los ojos, las raíces del pelo. Se puso fláccida y pesada, cerrando los ojos, cerrando su mente. Se desplomó como si fuese a caerse al suelo. La levanté en vilo y la llevé por el vestíbulo, escaleras arriba, hasta tirarla en la cama. Caí sobre ella, como atontado, y dejé que me arrancase la ropa. Permanecí tendido boca arriba como un muerto, la única cosa viva era mi pija. Noté cómo su boca se cerraba sobre ella y el calcetín del pie izquierdo que me resbalaba lentamente. Pasé los dedos por entre su largo pelo, los deslicé por debajo de su pecho y moldeé su panza, que era suave y como de goma. En la oscuridad había empezado a dar una especia de giro. Dobló las piernas encima de mis hombros y su vulva tocaba a mis labios. Le levanté el culo por encima de mi cabeza, como se levantaría un balde de leche para saciar una pesada sed, y bebí y chupé y tragué como un gallinazo. Se había puesto tan caliente que tenía los dientes peligrosamente atenazados alrededor de mi glande. En aquella pasión frenética y desgarrada por la que se dejaba arrastrar yo temía que hundiese los dientes y se me llevase la punta de un mordisco. Tuve que hacerle cosquillas para conseguir que relajase las mandíbulas. Después de eso vino un trabajo rápido y limpio, nada de lágrimas, ni patrañas de amor, ni prométeme esto o aquello. ¡Ábreme de piernas y fóllame!, eso era lo que estaba pidiendo. Y me dediqué a ello con un furor impasible. Ese podía ser el último polvo. Ya era una extraña para mí. Estábamos cometiendo adulterio, del tipo apasionado e incestuoso que tanto gustaba citar la Biblia. Abraham entró en Sara, o quizá Leandro, y la conoció. (Extraña cursiva de la Biblia inglesa.) El modo como aquellos viejos y cachondos patriarcas se cepillaban a sus mujeres jóvenes y viejas, hermanas, vacas y ovejas, era muy hábil. Debían tirarse de cabeza, con toda la astucia y pericia de los viejos libertinos. Me sentía como Isaac fornicando con una coneja en el templo. Una coneja blanca de largas orejas. Dentro tenía huevos de pascua y los iba a ir soltando uno a uno en una canastilla. Recapacité largamente dentro de ella estudiando cada grieta, cada hendidura y desgarrón, cada bulto suave y redondeado hinchado hasta alcanzar el tamaño de una ostra encogida. Se apartó y descansó un poco, tocándomela con sus dedos inquisitivos como si leyese Braille (New York Point). Se puso a cuatro patas, como una hembra animal, palpitando y relinchando sin disimular su placer. No salió de ella ni una sola palabra humana, ni un solo signo de que conociese algún lenguaje que no fuera aquella especie de mete-y-saca-subdialectal-una-tonelada-toca-el-pito. El caballero de Mississipi se había eclipsado completamente: había vuelto a caer en ese pantanoso limbo que forma la plataforma permanente de los continentes. Quedaba un cisne, un mulato con labios de pato de rubí atados a una cabeza azul pálido. Pronto viviríamos en la abundancia, en el despiporre, con ciruelas y albaricoques lloviendo del cielo. La última arremetida, el arrastre de cenizas obturadas, blancas y calientes, y luego dos troncos tumbados el uno al lado del otro a la espera del hacha. Fino fin. ¡Escalera de color! Yo la conocía y ella me conocía. Volverá la primavera, y el verano, y el invierno. Ella se balanceará en brazos de otro, joderá a ciegas, relinchando, desbocada, se agachará y desplomará, pero no conmigo. Cerré los ojos y me hice el muerto ante el mundo. Sí, aprenderíamos a vivir una nueva vida, Mara y yo. Tenía que levantarme temprano y esconder la carta en el bolsillo de la chaqueta. Es extraño cómo a veces se pone punto final a las relaciones. Siempre se cree que uno inscribirá la última palabra en los libros con una rúbrica florida; nunca se piensa en el autómata que cancela las cuentas mientras uno duerme. Se lleva una contabilidad doble, de lo más estricta. Hay como para sentir escalofríos, está todo tan maravillosamente calculado.


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