José Luis Diaz-Granados (Los Años Extraviados)

Nacido en 1946 en Santa Marta (Colombia), José Luis Díaz-Granados se inició como poeta con la Generación sin nombre', y ha participado activamente en la vida cultural como periodista y crítico de libros, tanto en prensa como en televisión. Ya su legendario libro El laberinto ha crecido, en sustanciales metamorfosis poéticas, pero en 1986 sorprendió con una detonante novela: Las puertas del infierno, la nocturna visión del mundo de la prostitución bogotana, en sus más esperpénticas y goyescas situaciones. Ahora, con una nueva novela, Los años extraviados, retoma una crapulosa adolescencia, iluminada por el magnetismo de la literatura y su admiración por un pariente llamado Gabriel García Márquez. Novela de barrio bogotano (Palermo) y de sonriente expresionismo, cautiva por la ilusión con que cree, en definitiva, en el sexo y la literatura, pareja que se funde con acierto en sus páginas.



LOS AÑOS EXTRAVIADOS (fragmentos)

I

En las vacaciones de diciembre anterior -que habían transcurrido en Tolú, en las playas privadas de una cooperativa del laboratorio farmacéutico al cual pertenecía su madre-, Faustino, solitario, había descubierto su sexualidad jugando con su pequeño pene camuflado entre la mojada arena del balneario.

Ante la indiferencia de los veraneantes, el niño se sacaba el pájaro por una hendidura del pantalón de baño y comenzaba a desplumárselo, en tanto que sentía un delicioso escozor cuando rozaba la piel movediza del prepucio con el glande completamente rojo y húmedo.

Todo ello, mezclado con los gránulos de arena salada y un poco de saliva que estimulaba el lento desgarramiento del mínimo gozne carnoso que unía al prepucio con el bálano, se volvería un hábito cotidiano durante los quince días en que frecuentó las playas caribeñas.

De regreso a la capital, las noches de Faustino se convirtieron en soliloquios delirantes de fantasías sexuales. Solitario -las confidencias con su amigo Juan Bautista no llegaban a tanto-, antes de dormir se frotaba el pene durante varios minutos mientras imaginaba desnuda a su vecina Ana Raquel, una indita de rostro ceniciento y trenzas color azabache.

Meses después, un domingo por la mañana, no pudo soportar ver a la madre de Juan Bautista, la sensual Emelina, cuando se subió la falda más arriba del muslo y ajustó una liga del tejido elástico que servía de puente entre las medias veladas y el bultico velludo de fragancias untuosas y resbaladizas, desconocido por el varón que despertaba.

Una noche apagó la luz de su lamparita e imaginó a Emelina desnuda pegando los labios a los suyos. Se frotó el pene con los dedos pulgar e índice y luego lo hizo con el cuenco de la mano, hasta que sintió que todos sus hechizos, fantasías, océanos, volcanes y canciones se le desbordaron del alma como una estela luminosa hacia el paraíso de la alegría absoluta.

Cuando volvió a la realidad se dio cuenta de que había derramado sobre las sábanas una sustancia blanca parecida al engrudo de almidón.

II

Emelina se levantó del asiento y con un rápido ademán del rostro y de la mano derecha le indicó a Faustino que le entregara el cuaderno de tareas de Juan Bautista. Faustino se lo extendió y la mujer acercó su cara rociándolo con el vaho de su respiración acezante, a lo que agregaba un intenso aroma a fragancias femeninas.

El joven, en el colmo del furor, le sujetó las caderas con los brazos y, sin saber cómo, las lenguas se confundieron dentro de las bocas anhelantes. Emelina, en nervioso forcejeo, logró bajar la cremallera de la bragueta del muchacho y sacar a la libertad el enorme pájaro vibrante. Comenzó a succionarlo con ansiedad y delicadeza a un mismo tiempo. Como ella seguía de pie, levemente agachada mientras chupeteaba el miembro, él se atrevió a meterle la mano por debajo de la falda. Acarició el jugo resbaladizo que se confundía entre los abundantes vellos dentro de los calzones.  Le bajó las bragas hasta los talones y lentamente fueron cayendo los dos cuerpos sobre la alfombra. La mujer dejó de mamar el pito y lo apretó suavemente con la mano hasta introducirlo sin dificultad entre su paquetito tibio. Faustino metió el resto el miembro como si ya conociera ese exquisito territorio. La mujer cerró los ojos y comenzó a gemir, enloquecida.

El muchacho, con el rostro congestionado, encarnado como el sol llanero, clavaba incesantemente su verga dentro de la cuca de Emelina. Luego de zigzaguear con maestría durante largo rato, la mujer le murmuró a Faustino en el oído "vente ya", que hizo que del tórtolo brotaran gruesas gotas de leche caliente que la mujer iba aceptando con una agitación delirante, absolutamente inquieta y alterada.

Minutos más tarde, los dos, el uno sobre la otra, agonizaban extenuados como si hubieran liberado sus conciencias y sus cuerpos hubieran quedado completamente vacíos.

Cuando una hora después Juan Bautista Utrera llegó del cine con su hermana, experimentó una especial alegría al encontrar allí a su compañero Faustino Almaguer vestido correctamente con un traje de dacrón color crema, tomando una taza de café en la sala de su casa y conversando con su madre, con la delicadeza y timidez que siempre le había conocido. Hablaba, entre otras cosas, de las tareas del colegio, de los problemas de la gripa y de que todavía no se había interesado en conseguir novia ni nada que se le pareciera.

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