La Reina en el Palacio de las Corrientes de Aire / (3) Trilogía Millennium (Fragmento) (Stieg Larsson)


Mikael Blomkvist miró el reloj y constató que eran poco más de las tres de la mañana. Se encontraba esposado. Cerró los ojos un momento. Estaba muerto de cansancio, pero la adrenalina lo mantenía despierto. Abrió los ojos y, cabreado, contempló al comisario Thomas Paulsson, que le devolvió la mirada en estado (\&shoc\. Se hallaban sentados junto a la mesa de la cocina de una granja situada en algún lugar cercano a Nossebro llamado Gosseberga, del que Mikael había oído hablar por primera vez en su vida apenas doce horas antes.La catástrofe ya era un hecho.

—¡Idiota! —le espetó Mikael.

—Bueno, escucha...

—¡Idiota! —repitió Mikael—. ¡Joder, ya te dije que el tío era un peligro viviente, que había que manejarlo como si fuese una granada con el seguro quitado! Ha asesinado como mínimo a tres personas; es como un carro de combate y no necesita más que sus manos para matar. Y tú vas y mandas a dos maderos de pueblo para arrestarlo, como si se tratara de uno de esos borrachuzos de sábado por la noche.

Mikael volvió a cerrar los ojos. Se preguntó qué más iba a irse a la mierda esa noche.
Había encontrado a Lisbeth Salander poco después de medianoche, herida de gravedad. Avisó a la policía y logró convencer a los servicios de emergencia de Protección Civil para que enviaran un helicóptero y trasladaran a Lisbeth al hospital de Sahlgrenska. Describió con todo detalle sus lesiones y el agujero de bala de la cabeza, y alguna persona inteligente y sensata se dio cuenta de la gravedad del asunto y comprendió que Lisbeth necesitaba asistencia de inmediato.

Aun así, el helicóptero tardó media hora en llegar. Mikael salió y sacó dos coches del establo, que también hacía las veces de garaje, y, encendiendo los faros, iluminó el campo que había delante de la casa y que sirvió de pista de aterrizaje.

El personal del helicóptero y dos enfermeros acompañantes actuaron con gran pericia y profesionalidad. Uno de los enfermeros le administró los primeros auxilios a Lisbeth Salander mientras el otro se ocupaba de Alexander Zalachenko, también conocido como Karl Axel Bodin. Zalachenko era el padre de Lisbeth Salander y su peor enemigo. Había intentado matarla pero fracasó. Mikael lo encontró gravemente herido en el leñero de esa apartada granja, con un hachazo con muy mala pinta en la cara y contusiones en la pierna.

Mientras Mikael esperaba la llegada del helicóptero hizo lo que pudo por Lisbeth. Buscó una sábana limpia en un armario, la cortó y se la puso como venda. Constató que la sangre se había coagulado y había formado un tapón en el orificio de entrada de la cabeza, así que no sabía muy bien si atreverse a colocarle una venda allí. Al final, sin ejercer mucha presión, le ató la sábana alrededor de la cabeza, más que nada para que la herida no estuviera tan expuesta a las bacterias y la suciedad. En cambio, contuvo la hemorragia de los agujeros de bala de la cadera y del hombro de la manera más sencilla: en un armario había encontrado un rollo de cinta adhesiva plateada y simplemente cubrió las heridas con ella. Le humedeció la cara con una toalla mojada e intentó limpiarle las zonas más sucias.

No se acercó al leñero para socorrer a Zalachenko. Sin inmutarse un ápice reconoció que, para ser sincero, Zalachenko le importaba un comino.

Mientras esperaba a los servicios de emergencia de Protección Civil, llamó también a Erika Berger y le explicó la situación.

—¿Estás bien? —preguntó Erika.

—Yo sí —contestó Mikael—. Pero Lisbeth está herida.

—Pobre chica —dijo Erika Berger—. Me he pasado la noche leyendo el informe que Bjorck redactó para la Säpo. ¿Qué vas a hacer?

—Ahora no tengo fuerzas para pensar en eso —respondió Mikael.

Sentado en el suelo junto al banco de la cocina, hablaba con Erika mientras le echaba un ojo a Lisbeth Salander. Le había quitado los zapatos y los pantalones para vendar la herida de la cadera y, de repente, por casualidad, puso la mano encima de la prenda que había tirado al suelo. Sintió un objeto en el bolsillo de la pernera y sacó un Palm Tungsten T3.

Frunció el ceño y, pensativo, contempló el ordenador de mano. Al oír el ruido del helicóptero se lo introdujo en el bolsillo interior de su cazadora. Luego, mientras todavía se encontraba solo, se inclinó hacia delante y examinó todos los bolsillos de Lisbeth Salander. Encontró otro juego de llaves del piso de Mosebacke y un pasaporte a nombre de Irene Nesser. Se apresuró a meter los objetos en un compartimento del maletín de su ordenador.

El primer coche patrulla de la policía de Trollháttan, con los agentes Fredrik Torstensson y Gunnar Andersson a bordo, llegó pocos minutos después de que aterrizara el helicóptero. Fueron seguidos por el comisario Thomas Paulsson, que asumió de inmediato el mando. Mikael se acercó y empezó a explicar lo ocurrido. Paulsson se le antojó un engreído sargento chusquero y un completo zoquete. De hecho, fue nada más llegar Paulsson cuando las cosas empezaron a torcerse.

Paulsson parecía no comprender nada de lo que le contaba Mikael. Dio muestras de un extraño nerviosismo y el único hecho que asimiló fue que la maltrecha chica que se hallaba tumbada en el suelo frente al banco de la cocina era la triple y buscada asesina Lisbeth Salander, algo que constituía una interesantísima captura. Paulsson le preguntó tres veces al extremadamente ocupado enfermero de Protección Civil si podía arrestar a la chica in situ. Hasta que el enfermero agotó su paciencia, se levantó y le gritó que se mantuviera alejado.
Luego Paulsson se centró en el malherido Alexander Zalachenko, que estaba en el leñero. Mikael oyó a Paulsson comentar por radio que, al parecer, Lisbeth Salander había intentado matar a otra persona más.

A esas alturas, Mikael estaba ya tan cabreado con Paulsson —quien, como se podía ver, no había escuchado ni una palabra de lo que él le había intentado decir— que alzó la voz y lo instó a llamar, en ese mismo instante, al inspector Jan Bublanski a Estocolmo. Sacó su móvil y se ofreció a marcarle el número. Paulsson no mostró ni el menor interés.



Luego Mikael cometió dos errores.

Absolutamente resuelto, explicó que el verdadero triple asesino era un hombre llamado Ronald Niedermann, que tenía una constitución física similar a la de un robot anticarros, que sufría de analgesia congénita y que, en ese momento, se encontraba atado, hecho un fardo, en una cuneta de la carretera de Nossebro. Mikael describió el lugar en el que podrían hallar a Niedermann y les recomendó que enviaran a un pelotón de infantería con armas de refuerzo. Paulsson preguntó cómo había ido Niedermann a parar a la cuneta y Mikael reconoció, con toda sinceridad, que fue él quien, apuntándolo con un arma, consiguió llevarlo hasta allí.

—¿Un arma? —preguntó el comisario Paulsson.

A esas alturas, Mikael ya debería haberse dado cuenta de que Paulsson era tonto de remate. Debería haber cogido el móvil y llamado a Bublanski para pedirle que interviniese y disipara aquella niebla en la que parecía estar envuelto Paulsson. En lugar de eso, Mikael cometió el error número dos intentando entregarle el arma que llevaba en el bolsillo de la cazadora: la Colt 1911 Government que ese mismo día había encontrado en el piso de Lisbeth Salander y que le sirvió para dominar a Ronald Niedermann.

Fue eso, sin embargo, lo que llevó a Paulsson a arrestar en el acto a Mikael Blomkvist por tenencia ilícita de armas. Luego, Paulsson ordenó a los policías Torstensson y Andersson que se dirigieran a ese lugar de la carretera de Nossebro que Mikael les había indicado para que averiguaran si era verdad la historia de que, en una cuneta, se encontraba una persona inmovilizada y atada al poste de una señal de tráfico que advertía de la presencia de alces. Si así fuera, los policías deberían esposar a la persona en cuestión y traerla hasta la granja de Gosseberga.



Mikael protestó de inmediato explicando que Ronald Niedermann no era de esos que podían ser arrestados y esposados con facilidad: se trataba de un asesino tremendamente peligroso, un auténtico peligro viviente. Paulsson ignoró las protestas y, de pronto, un enorme cansancio se apoderó de Mikael. Este lo llamó «incompetente cabrón» y le gritó que ni se les ocurriese a Torstensson y Andersson soltar a Ronald Niedermann sin pedir antes refuerzos.

Ese pronto tuvo como resultado que Mikael fuera esposado y conducido hasta el asiento trasero del coche del comisario Paulsson, desde donde, profiriendo todo tipo de improperios, fue testigo de cómo Torstensson y Andersson se alejaban del lugar en su coche patrulla. El único rayo de luz existente en esa oscuridad era que Lisbeth Salander había sido conducida hasta el helicóptero y que había desaparecido por encima de las copas de los árboles con destino al Sahlgrenska. Apartado de toda información, sin posibilidad alguna de recibir noticias, Mikael se sintió impotente; lo único que le quedaba era esperar que Lisbeth fuera a parar a unas manos competentes.

El doctor Anders Jonasson efectuó dos profundas incisiones hasta tocar el cráneo, retiró la piel que había alrededor del orificio de entrada y usó unas pinzas para mantenerla sujeta. Con gran esmero, una enfermera utilizó un aspirador para quitar la sangre. Después llegó el desagradable momento en el que Jonasson empleó un taladro para agrandar el agujero del hueso. El procedimiento fue irritantemente lento.

Logró, por fin, hacer un orificio lo bastante amplio como para tener acceso al cerebro de Lisbeth Salander. Con mucho cuidado, le introdujo una sonda y ensanchó unos milímetros el canal de la herida. Luego se sirvió de una sonda algo más fina para localizar la bala. Gracias a la radiografía pudo constatar que el proyectil se había girado y que se alojaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados en relación con el canal de la herida. Usó la sonda para tocar con suma cautela el borde de la bala y, tras una serie de fracasados intentos, consiguió levantarla un poco y rotarla hasta ponerla en ángulo recto.

Por último, introdujo unas finas pinzas de punta estriada. Apretó con fuerza la base de la bala y consiguió atraparla. Tiró de las pinzas hacia él. La bala salió sin apenas oponer resistencia. La contempló al trasluz durante un segundo, vio que parecía estar intacta y la depositó en un cuenco.

—Limpia —dijo, y la orden fue cumplida en el acto.

Le echó un vistazo al electrocardiograma que daba fe de que su paciente seguía teniendo una actividad cardíaca regular.

—Pinzas.

Bajó una potente lupa que colgaba del techo y enfocó con ella la zona que quedaba al descubierto.

—Con cuidado —dijo el profesor Frank Ellis.

Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, Anders Jonasson sacó no menos de treinta y dos pequeñas astillas de hueso de alrededor del orificio de entrada. La más pequeña de ellas apenas resultaba perceptible para el ojo humano.



Mientras Mikael Blomkvist, frustrado, se afanaba en sacar su móvil del bolsillo de la pechera de la americana —algo que resultó imposible con las manos esposadas—, llegaron a Gosseberga más coches con policías y técnicos forenses. Bajo las órdenes del comisario Paulsson, se les encomendó que recogieran pruebas forenses en el leñero y que realizaran un meticuloso registro de la casa principal donde se habían confiscado ya varias armas. Resignado, Mikael contempló las actividades desde su puesto de observación en el asiento trasero del coche de Paulsson.

Hasta que no pasó más de una hora, Paulsson no pareció ser consciente de que los policías Torstensson y Andersson aún no habían regresado de la misión de buscar a Ronald Niedermann. De repente, la preocupación asomó a su rostro. El comisario se llevó a Mikael a la cocina y le pidió que le describiera nuevamente el lugar.

Mikael cerró los ojos.

Seguía sentado en la cocina cuando regresó el furgón con los policías que habían ido en auxilio de Torstensson y Andersson. Habían encontrado muerto, con el cuello roto, al agente Gunnar Andersson. Su colega Fredrik Torstensson aún vivía, pero había sido gravemente malherido. Los hallaron a ambos en la cuneta, junto al poste de la señal de advertencia de alces. Tanto sus armas reglamentarias como el coche patrulla habían desaparecido.

De hallarse en una situación bastante controlable, el comisario Thomas Paulsson había pasado de pronto a tener que hacer frente al asesinato de un policía y a un desesperado que iba armado y que se había dado a la fuga.

—Idiota —repitió Mikael Blomkvist.

—No sirve de nada insultar a la policía.

—En ese punto coincidimos. Pero se te va a caer el pelo por negligencia en el ejercicio de tus funciones. Antes de que yo termine contigo, las portadas de todos los periódicos del país te aclamarán como el policía más estúpido de Suecia.

Al parecer, la amenaza de ser expuesto al escarnio público era lo único que tenía algún efecto en Thomas Paulsson. Se le veía preocupado. —¿Y qué propones?

—Exijo que llames al inspector Jan Bublanski de Estocolmo. Ahora mismo.

La inspectora de la policía criminal Sonja Modig se despertó sobresaltada cuando su teléfono móvil, que se estaba cargando, empezó a sonar al otro lado del dormitorio. Le echó un vistazo al reloj de la mesilla y constató para su desesperación que eran poco más de las cuatro de la mañana. Luego contempló a su marido, que seguía roncando tranquilamente; ni un ataque de artillería podría despertarlo. Se levantó de la cama y se acercó tambaleándose hasta el móvil; tras conseguir dar con la tecla exacta contestó.

«Jan Bublanski —pensó—. ¿Quién si no?»

—Se ha armado una de mil demonios por la zona de Trollháttan —dijo su jefe sin más preámbulos—. El X2000 para Gotemburgo sale a las cinco y diez.

—¿Qué ha pasado?

—Blomkvist ha encontrado a Salander, Niedermann y Zalachenko. Y ha sido arrestado por insultar a un agente de policía, por oponer resistencia al arresto y por tenencia ilícita de armas. Salander ha sido trasladada a Sahlgrenska con una bala en la cabeza. Zalachenko también se encuentra allí, con un hacha en la cabeza. Niedermann anda suelto. Ha matado a un policía durante la noche.


Sonja Modig parpadeó dos veces y acusó el cansancio. No deseaba otra cosa que volver a la cama y coger un mes de vacaciones.

—El X2000 de las cinco y diez. De acuerdo. ¿Qué hago?

—Cógete un taxi hasta la estación. Te acompañará

Jerker Holmberg. Debéis poneros en contacto con el comisario de la policía de Trollháttan, un tal Thomas Paulsson, que, al parecer, es el responsable de gran parte del jaleo que se ha montado esta noche y que, según Blomkvist, es, cito literalmente, «un tonto de remate de enormes dimensiones».

—¿Has hablado con Blomkvist?

—Por lo visto está detenido y esposado. Conseguí convencer a Paulsson para que me lo pusiera un momento al teléfono. Ahora mismo me dirijo a Kungsholmen y voy a intentar aclarar qué es lo que está pasando. Mantendremos el contacto a través del móvil.

Sonja Modig volvió a mirar el reloj una vez más. Luego llamó al taxi y se metió bajo la ducha durante un minuto. Se lavó los dientes, se pasó un peine por el pelo, se puso unos pantalones negros, una camiseta negra y una americana gris. Metió el arma reglamentaria en su bandolera y eligió abrigarse con un chaquetón rojo de piel. Luego, zarandeando a su marido, lo despertó, le comunicó adonde iba y le dijo que esa mañana se ocupara él de los niños. Salió del portal en el mismo instante en que el taxi se detenía.

No hacía falta que buscara a su colega, el inspector Jerker Holmberg; daba por descontado que estaría en el vagón restaurante y pudo constatar que así era. Él ya le había cogido un café y un sandwich. Desayunaron en silencio en tan sólo cinco minutos. Al final, Holmberg apartó la taza de café.

- Deberíamos cambiar de profesión.

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