William Saroyan (El Muchacho Audaz del Trapecio Volador)



I. Sueño

Absolutamente despierto, en posición horizontal, en medio del universo, ensayando la risa o el regocijo, la sátira, el fin de todo, de Roma y sí, de Babilonia, apretando los dientes, el recuerdo, demasiado calor volcánico, las calles de París, las llanuras de Jericho, demasiado resplandor, como el de un reptil abstracto, una galería de acuarelas, el mar y los peces con ojos, sinfonías, una mesa al lado de Torre Eiffel, jazz en la ópera, un despertador y el repiqueteo de la fatalidad, conversaciones con un árbol, el Nilo, una cupé Cadillac yendo hacia Kansas, el rugido de Dostoievski y el sol oscuro.


Esta tierra, el rostro de alguien que está vivo, la forma sin el peso, llorando sobre la nieve, música blanca, una flor magnífica dos veces más grande que el universo, nubes oscuras, la pantera enjaulada que mira, el espacio muerto, Mr. Eliot arremangado, horneando pan, Flaubert y Guy de Maupassant, una rima sin palabras. de significado previsto, Finlandia, las matemáticas sutilmente pulidas y resplandecientes como una cebolla verde entre los dientes, Jerusalén, la senda de la paradoja.


La profunda canción de un hombre, el sigiloso susurro de alguien visto alguna vez pero vagamente conocido, un huracán en los campos de maíz, un juego de ajedrez, derriba a la reina, al rey, Karl Franz, el Titanic negro, Mr. Chaplin llorando, Stalin, Hitler, una multitud de judíos, mañana es lunes, nadie que baile en las calles.
Un veloz momento en la vida: se acabó, la tierra otra vez.
  
II. Despertar

 Él (el Vivo) vestido y afeitado, sonriéndose pícaro al espejo. Muy poco apuesto, se dijo; ¿dónde está mi corbata? (no tiene sino una.) Café y un cielo gris, la niebla del Pacific Ocean, el zumbido del tranvía que pasa, la gente yendo a la ciudad, el tiempo otra vez, el día, prosa y poesía. Bajó rápidamente las escaleras hasta la calle y empezó a caminar; de pronto, pensó, es sólo en sueños que sabemos que estamos vivos. Es sólo en esa muerte en vida que nos encontramos a nosotros mismos y a la inmensidad, Dios y todos los santos, los nombres de nuestros padres, la sustancia de los momentos remotos; es allí que los siglos confluyen en el momento, allí que lo vasto se vuelve pequeño, un tangible átomo de eternidad.


Se adentró en el día tan alerta como pudo, aunque haciendo un ruido evidente al caminar, percibiendo la verdad superficial de las calles y las estructuras, la verdad trivial de la realidad. Desconsolado cantó para sí, Vuela por el aire con facilidad y candor/ el muchacho audaz del trapecio volador; luego se rió con todas sus ganas. Era realmente una mañana espléndida: gris, fría, opaca, un mañana para el vigor de la introspección; ah, Edgar Guest, se dijo, cuánto echo de menos tu música.

Estaba bien ser pobre- pero era aterrador tener hambre- y los Comunistas, qué apetito tenían, cuánto amaban la comida. Estómagos vacíos. Recordó cuán desesperadamente necesitó comer. Todas las comidas eran pan y café y cigarrillos, y ahora ya se había quedado sin pan. El café sin pan nunca podría ser una comida decente y no había yuyos en el parque que pudieran cocinarse como la espinaca.

Si fuera por decir la verdad, estaba pasando bastante hambre, y no había finales de libros que tuviese que leer antes de morir. Recordó a aquel joven italiano de un hospital de Brooklyn, un empleado enfermo llamado Mollica, que había dicho con desesperación que le gustaría ver California antes de morir. Y pensó seriamente, debería leer al menos Hamlet una vez más; o tal vez Huckleberry Finn.

Fue entonces que despertó completamente: al pensar en la muerte. Ahora el despertar era un estado de la naturaleza de un shock sostenido. Un joven puede perecer sin que casi nadie lo aperciba, pensó; y ya estaba lo suficientemente hambriento. El agua y la prosa estaban bien, llenaban buena parte del espacio inorgánico, pero no eran lo apropiado. Si existiese algún trabajo que pudiera hacer por dinero, alguna labor trivial en nombre del comercio. Si tan solo le permitieran sentarse en un escritorio todo el día y sumar dinero, restar, multiplicar y dividir, quizás entonces no fuera a morirse. Compraría comida, comida de todo tipo: delicias nunca probadas de Noruega, Italia o Francia; todo tipo de carne, cordero, pescado, quesos, uvas, higos, peras, manzanas, melones, y les rendiría culto luego de haberse satisfecho. Pondría un racimo de uvas rojas en un plato junto con dos higos negros, una gran pera amarilla y una manzana verde. Sentiría el olor de un melón recién partido por horas. Compraría grandes y doradas hogazas de pan francés, diversos vegetales, carne; compraría la vida.


Desde una colina veía el porte magnificiente de la ciudad hacia el este, grandes torres, la densidad y la repentina sensación de que él no era parte de todo eso, la casi definida certeza de que nunca conseguiría encajar, la positiva desventura de haber llegado a la tierra equivocada, o tal vez que vivía en el tiempo equivocado, y que un muchacho de veintidós años nace para ser expulsado. Este pensamiento no era lúgubre. Se dijo, alguna vez debería escribir un Solicitud de Permiso para Vivir. Aceptó la idea de la muerte sin piedad por sí mimo o por los hombres, creyendo que al menos volvería a irse a dormir una vez más. Había pagado el alquiler del día siguiente; aún así, no había algún otro mañana. Luego se iría a vivir con otros sin techo como él. Incluso daría una vuelta por el Ejército de Salvación –a cantarle a Dios y a Jesús (desenamorados de mi alma), estar a salvo, comer y dormir. Pero sabía que nada de eso ocurriría. Su vida le había sido privada. Y no quería deshacerse de este hecho. Cualquier otra alternativa sería mejor.

Por el aire en un trapecio volador, canturreaba en su cabeza. Qué divertido era, era increíblemente gracioso. Un trapecio hacia Dios, o hacia la nada, un trapecio que vuele a algún tipo de eternidad; rogaba a consciencia por la fuerza que se precisa para que el vuelo sea agradable.

Tengo un centavo, se dijo. Una moneda americana. En la noche la puliré hasta que reluzca como un sol y estudiaré bien lo que dice en ella.

Caminaba por la ciudad misma, entre los otros seres vivos. Había uno o dos lugares a los que ir. Vió su imagen en las vidrieras de las tiendas y se decepcionó con su apariencia. No se veía tan fuerte como se sentía; de hecho, parecía un muñecote enfermo, enfermo en todos lados, la nuca, los hombros, los brazos, la columna, las rodillas. Nunca se cumplirá esta voluntad, se dijo, y con cierto esfuerzo trató de juntar sus partes y ponerse tenso, artificialmente erecto y sólido.


Pasó por varios restaurantes asumiendo una disciplina magnífica, rehusándose incluso a mirar dentro y llegó al final a un edificio al que decidió entrar. Subió en el ascensor hasta el decimoséptimo piso, caminó por el recibidor y luego de abrir una puerta, caminó hasta la oficina de desempleo. Había antes que él una docena de hombres; se quedó en una esquina, esperando a que llegara su turno. Finalmente era galardonado por este gran privilegio de ser entrevistado por un flaca y atolondrada señorita de cincuenta años.

Estaba avergonzado. Escribir, dijo patéticamente.¿Quiere decir que su caligrafía es buena? ¿Es eso?, dijo la longeva doncella.Bueno, sí, respondió. Pero me refiero a que sé escribir.¿Escribir qué?, dijo la mujer, casi con enojo.Prosa, dijo simplemente.Se hizo una pausa. Al final, la mujer dijo:¿Sabe usar una máquina de escribir?Por supuesto, dijo el muchacho.
Está bien, vaya; tenemos su dirección; estaremos en contacto con usted. No hay nada, nada esta mañana, nada en absoluto.


En otra de las oficinas sucedió más o menos lo mismo, excepto que la entrevista se la hizo un joven engreído que se parecía cercanamente a un cerdo. En todas las oficinas a las que fue, en todas las tiendas por las que pasó, había muy a menudo cierta pomposidad, la misma humillación de su parte y finalmente un informe que decía que no había ningún trabajo disponible. No se sentía desplazado pero extrañamente, no se veía involucrado personalmente en toda esa insensatez. Era un muchacho que estaba falto de dinero con el que mantenerse en pie y no había manera de conseguirlo si no era trabajando por él; y no había trabajo. Era puramente un problema abstracto que deseaba intentar resolver de una vez por todas. Ahora que lo sabía estaba complacido.

Empezó a percibir cuán definitivo era el curso de su vida. A excepción de algunos momentos, se había desarrollado naturalmente, pero ahora, en el último minuto, se vio firme en la idea de que debía haber alguna imprecisión.


Pasó por innumerables restaurantes y tiendas de camino a la Y.M.C.A, donde le darían tinta y papel para escribir su Solicitud. Trabajó durante una hora en este documento, y luego, de pronto, debido al ambiente del lugar o al hambre, sintió que se desmayaba. Parecía estar nadando a la deriva, dando grandes brazadas, y apresuradamente, dejó el edificio. En el Centro Cívico de Central Park, enfrente de la Biblioteca Pública, bebió casi un cuarto de litro de agua y se sintió mejor. Un viejo estaba parado en mitad del boulevard, rodeado de gaviotas, palomas y petirrojos. Tenía una bolsa llena de migas de pan y se las arrojaba con gesto elegante.


Se vio oscuramente impedido de pedirle al viejo una parte de las migas, pero no se supo ni siquiera cerca de la idea de volver a la normalidad; entró en la Biblioteca Pública y leyó a Proust por una hora, y luego, cuando volvió a sentirse nadar a la deriva, salió apresurado del lugar. Bebió más agua de la fuente del parque y emprendió el largo camino hasta su habitación.


Volveré y dormiré un poco más, se dijo; no hay nada más que hacer. Supo entonces que estaba demasiado cansado y débil como para engañarse con que se sentía bien, aunque así y todo, su mente parecía, de alguna manera, ágil y alerta. Como si se tratara de una entidad independiente, continuaba articulando placeres impertinentes sobre el malestar físico que sentía. Llegó a su habitación muy temprano en la tarde y de inmediato, se puso a preparar café en la pequeña cocina de gas. No había leche en el bote y el medio kilo de azúcar que había comprado la semana anterior ya no estaba allí; bebió una taza de un café caliente, sentado en su cama, sonriendo.




Bueno, dime, dijo ella; ¿qué sabe hacer?
Se había robado una docena de hojas de papel de carta de la Y.M.C.A, con las que pensaba completar su documento, pero ahora la mayor parte de lo escrito no lo complacía. No había nada que decir. Empezó a sacarle brillo al centavo que había encontrado por la mañana y este acto absurdo lo llenó de regocijo. Ninguna moneda americana puede ser tan brillante como la de un centavo. ¿Cuántos centavos se necesitan para seguir vivo? ¿Es que no había nada más que pudiera vender? Observó la habitación vacía. No. Ya no tenía reloj, tampoco libros. Todos esos libros, nueve de ellos vendidos por 85 centavos. Se sintió enfermo y avergonzado de haberse alejado de sus libros. Su mejor traje lo habían vendido por dos dólares, pero eso estuvo bien. No le interesaba la ropa. Pero los libros. Eso era diferente. Le dió mucha furia pensar en que no existe ningún respeto por los hombres que escriben.
Vio una moneda en la alcantarilla que resultó ser un centavo acuñado en 1923, y lo examinó de cerca, en la palma de su mano, recordando ese año, pensando en Lincoln, cuyo perfil estaba impreso en la moneda. No había casi nada que pudiese hacerse con esa moneda. Me compraré un coche, pensó. Me vestiré a la moda, visitaré a las putas del hotel, beberé y cenaré y luego volveré a estar tranquilo. O la meto en la ranura de una balanza y me peso.
Puso el brillante centavo sobre la mesa y lo miró de soslayo, con el placer de un avaro. Qué forma más maravillosa de sonreir, se dijo. Sin apenas leerlas, miró las palabras, E Pluribus Unum One Cent United States of America, y al dar vuelta el centavo, vió a Lincoln y las palabras, In God We Trust Liberty, 1923. Qué hermoso, se dijo.

Sintió que se dormía una vez más y que una espantosa enfermedad se adueñaba de su sangre, una sensación de náusea y desintegración. Desconcertado, se echó a un lado de la cama, pensando no hay nada que hacer más que dormir. Aún se imaginaba dando grandes  zancadas a través del fluido de la tierra, nadando a la deriva, hacia el principio. Se puso boca abajo diciéndose, tengo al menos que darle la moneda a algún niño. Un niño puede comprar montones de cosas con un centavo.

Luego rápida y aplicadamente, con la gracia del muchacho en el trapecio, se apartó de su cuerpo. Por un momento eterno fue todas las cosas: el pájaro, el pez, el roedor, el reptil y el hombre. Un océano de formas onduladas, infinita y oscuramente frente a él. La ciudad se incendiaba. El rebaño que era la multitud se amotinaba. La tierra giraba en círculos sin sentido y al darse cuenta de que él también lo hacía, ofreció su rostro perdido a lo vacuo del cielo y se quedó sin sueño, sin vida, perfecto.

(Traducción: Martín Abadía)

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